Fuera de Cámara Nacionales - 

Itzel en los Campos Elíseos

En la misteriosa y sorpresiva ruta de la vida, tenemos al menos dos certezas: que es absolutamente cierto que habremos de morir, y que es absolutamente incierto cuándo y cómo.

Ese hecho inevitable; esa barrera que impone la condición humana, ha atormentado al hombre -y a la mujer, por supuesto- desde siempre.

No nos resignamos a la nada que, muy probablemente, viene tras la muerte. No nos resignamos; nuestro gigantesco ego no nos lo permite. Y así ha sido siempre.

Allí están como elocuente testimonio, las ricas y bien apertrechadas tumbas encontradas en diversas culturas y regiones del planeta, que dan cuenta de la creencia de un largo viaje que se iniciaba al morir y para el que había que estar preparado.

Los egipcios, por ejemplo, mostraban gran desapego a la vida terrenal por considerarla tránsito breve para la eterna. Según el Libro de los Muertos, el alma, tras separarse del cuerpo y antes de llegar al tribunal de Osiris, tenía que hacer un viaje peligroso por las regiones de ultratumba, donde le asaltaban terribles monstruos.

Los asirios creían en la inmortalidad del alma, así como en otra vida en la que había un cielo, morada de los bienaventurados, y un infierno, donde los culpables recibían el castigo de sus faltas. ¿Suena conocido?

Para los persas, el hombre sufría en la tierra las adversidades de la lucha constante entre el bien y el mal. Tras la muerte, el alma permanecía junto al cuerpo sin vida por tres días, abandonándolo el cuarto día para ser juzgada.

La inmortalidad del alma también está en los antiguos pobladores de Arabia y ya se sabe lo que sigue provocando aquí en la tierra, la promesa de un cielo con abundante vino y hermosas vírgenes... para los hombres, por supuesto.

Obviamente, el budismo, con el concepto de la reencarnación y los sucesivos ciclos de nacimiento, muerte y retorno a la vida terrenal buscando la perfección del alma -el nirvana que algunos encontramos en una buena hamaca-, es tal vez la versión más elaborada de esa eterna sed de inmortalidad que nos aqueja.

Y la cosa sigue, por supuesto, en los más cercanos griegos y romanos, con sus pintorescas variedades recogidas por la maravillosa mitología.

Personalmente creo que la cosa importa poco. En realidad, las "almas" de los muertos que nos duelen permanecerán aquí y con nosotros, tanto como el amor que entregaron, la amistad que regalaron, las sonrisas que brindaron, la comprensión que demostraron, la mano que extendieron. Esa es, creo, la verdadera inmortalidad.

Hace unos días, una gran amiga se sumó a la lista de esos muertos que me duelen.

Itzel Velásquez -la periodista de raza, la guerrera, la amiga, la apasionada de las causas justas, la escritora que, como dijo su nieta mayor durante su funeral, amaba sobre todas las cosas la palabra sobre el papel-, decidió atravesar el Aqueronte infernal que rodea el palacio de Hades, mirando a Cerbero a los ojos sin miedo alguno, con su fortaleza y dignidad de siempre.

La ruta era una sola. Itzel tomó el camino hacia los Campos Elíseos, lugar de delicias, iluminado por un sol especial que embellece bosques de mirtos y rosales, por donde atraviesa el río Leteo, cuyas aguas hacen olvidar a quienes las beben, todos los males de la vida. Allí son enviadas -decían los griegos- las almas de los justos. Descansa en paz mi querida Itzel.

FUENTE: Lina Vega

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